En el centro del escenario, Per Wästberg, vestido de frac, pronuncia un solemne discurso. El presidente del Comité Nobel lo recita de memoria, en inglés, mientras la audiencia del Palacio de Conciertos de Estocolmo escucha sumida en un silencio diáfano y riguroso, surgido de otra época. De vez en cuando, el realizador de la ceremonia cambia de plano y en la imagen aparece otro hombre. La primera vez que Mario Vargas Llosa había sido candidato al Nobel de Literatura era un novelista de 41 años. Ahora es un maestro de pelo blanco, y permanece sentado junto al resto de los galardonados de este año; no se levanta de su butaca hasta que el académico sueco se dirige directamente a él, por primera vez en la historia de la ceremonia hablando en español. “Usted ha encapsulado la historia de la sociedad del siglo XX en un burbuja de imaginación. Ésta se ha mantenido flotando en el aire durante 50 años, y todavía reluce. La Academia Sueca le felicita.” Desde la última vez que un autor latinoamericano había cruzado la alfombra azul habían pasado más de 20 años. El universo hispanohablante celebraba ahora la victoria del autor de La guerra del fin del mundo como un Mundial de fútbol. Ser Nobel de Literatura es una forma alternativa de liderar un pueblo. Vargas Llosa había fracasado en su tentativa de ser Presidente de Perú en 1990, pero por la vía literaria se acababa de convertir en héroe nacional. Al mismo tiempo, en medio mundo los medios publicaban, como cada año, los nombres de sus eternos candidatos nacionales al Nobel. En Argentina se hablaba de Sábato y se recordaba a Borges y Cortázar. En Chile, de Nicanor Parra. En Nicaragua, de Ernesto Cardenal; de Javier Marías en España. Un invierno más, los mexicanos resucitaban a Juan Rulfo. Mientras tanto, diferentes tribunas de escritores, profesores, periodistas y presidentes censuraban el premio al peruano por razones políticas. La izquierda heredera de la revolución cubana hablaba de conspiraciones, de amaños. Ésa es otra característica del Nobel: también es capaz de multiplicar tus enemigos.
Candidatos eternos
Varios días antes de la ceremonia, durante su discurso, Vargas Llosa hizo elogiosas referencias a varios colegas latinoamericanos. Nombró a Borges, Rulfo y a su compatriota César Vallejo (dos veces a cada uno de los tres), y se acordó también de Cortázar, Fuentes, Cabrera Infante, Juan Carlos Onetti, Carpentier, Jorge Edwards, Amado Nervo, José Donoso, Neruda, García Márquez y Octavio Paz. A excepción de los tres últimos, ninguno de los autores de la lista había ganado nunca el Nobel, aunque la mayoría habían sido candidatos alguna vez, y los que seguían vivos todavía lo eran de vez en cuando. Cada Premio Nobel tiene su propio doble oscuro, su antinobel. Si el de Miguel Ángel Asturias fue Borges y hasta el año pasado el de García Márquez había sido Vargas Llosa, el mexicano Carlos Fuentes se ha transformado ahora en el antinobel del peruano. “Si con saldar una época de la literatura latinoamericana hablamos de que la Academia ha cumplido ya con el boom, es posible que la importancia de Fuentes se relativice”, piensa el poeta (también peruano) Renato Sandoval. “Pero quedarían aún tantos autores por considerar… como Ernesto Sábato, que en junio cumple ¡100 años!, y que de alguna manera es nuestro Dostoievski, si bien en Argentina hay muchos que no lo favorecen.” La Academia Sueca escribe cada año cientos de cartas a instituciones de todo el mundo invitándolas a proponer candidatos al Nobel. Desde 2006, Sábato es uno de los tres elegidos de la Sociedad General de Autores (SGAE). En 2010, el ente español también pujó en Estocolmo por Ernesto Cardenal -“a mí no me interesa el Nobel”, dijo a los periodistas en febrero- y el español Miguel Delibes, que falleció en marzo.
El profesor británico Niall Binns conoce en profundidad el escenario chileno. “Las figuras de Gabriela Mistral y Neruda son centrales en la configuración de la identidad nacional, y los insistentes reclamos del Nobel para Nicanor Parra, que han tenido respaldo político en ciertos momentos y sin duda un amplio apoyo popular, tienen que ver con cierta idea de que el premio debería llegar, casi por derecho propio, al nuevo poeta grande”. El fundador de la antipoesía fue propuesto por primera vez en 1995, con el apoyo de la Univerdidad de Nueva York. Volvió a serlo en el año 2000 y de nuevo en 2005, impulsado esta vez por una potente maquinaria pública y privada tanto en Chile como en España. Hoy, su causa se ha enfriado. “A sus 96 años lo veo imposible. Además, ¿cómo dar un tercer premio a Chile sin que haya uno solo en Argentina y Uruguay?”, se pregunta Bins. “Cardenal tiene cosas a favor, pero su discurso revolucionario, que tanto sedujo hace un par de décadas, va sonando cada vez más anacrónico. Roberto Bolaño murió joven. ¿Candidatos del futuro? Ni idea”.
Artur Lundkvist
En 1980, dos años antes de recibir el Nobel, García Márquez publicó en España un artículo sobre los académicos suecos. “Cómo proceden, cómo se ponen de acuerdo, cuáles son los compromisos reales que determinan sus designios, es uno de los secretos mejor guardados de nuestro tiempo”. En la sombra de la candidatura del colombiano y de la mayoría de propuestas firmes de otros autores hispanohablantes durante los 70 y los 80 se oculta la presencia del poeta y traductor Artur Lundkvist. Antes de la 2ª Guerra Mundial, el sueco había introducido en su país a autores como Arthur Rimbaud, T.S. Eliot, James Joyce o William Faulkner. En los años 40, conoció en Estocolmo a Gabriela Mistral, y la poeta le abrió las puertas de Neruda y del mexicano Octavio Paz. Fue él quien tradujo por primera vez al sueco la poesía del guatemalteco Miguel Ángel Asturias y del propio Paz, a la postre ambos ganadores del Nobel. Y a pesar de lo que ocurriría después, también fue el primer traductor al sueco de Borges.
En 1968, cuando le propusieron formar parte de la Academia, Lundkvist confesó que lo hacía “por Neruda”. “Así podré influir más en el Premio”. En contra de las presiones encubiertas de la CIA a través del Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), el chileno logró poner de acuerdo a los académicos en 1971. Siete años después, Lundkvist hizo pública una lista con sus 18 favoritos para el año siguiente. Allí estaban Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, pero al sueco sólo le dio tiempo a llevar al colombiano ante el Rey de Suecia. Muchos años después, Vargas Llosa tendría una segunda oportunidad. Cortázar, en cambio, murió pronto, en 1984, y su adhesión al ideario revolucionario -como le ocurrió también al cubano Alejo Carpentier- no estaba bien vista en el patria escandinava.
El caso Borges merece una explicación aparte. Los informes sobre las deliberaciones del jurado del Nobel se guardan cada año en un sobre sellado. Una de las normas de la Academia prohíbe revelar cualquier información sobre los argumentos en contra de un candidato hasta que no hayan transcurrido 50 años desde su última proposición oficial. Según esto, la verdad sobre la ausencia de Borges en la lista de los Nobel se conocerá en el año 2035. Por suerte, existen indicios suficientes para completar la historia. En 1968, el argentino estuvo por primera vez a punto de ganar ante Miguel Ángel Asturias, y desde entonces hasta la fecha de su muerte ya no dejó de ser candidato al Nobel. El punto de inflexión fue 1976. Ese año, Borges recibió de manos de Augusto Pinochet el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y esos hechos pasarían a los libros de historia como el auspicio oficial del autor de El Aleph a la dictadura chilena. El detalle no gustó en Europa, y disgustó mucho a Artur Lundkvist. En el libro Borges, esplendor y derrota Maria Esther Vázquez añade un capítulo donde el sueco también es un personaje principal. En 1964, durante una cena en Estocolmo, un invitado leyó un poema de Lundkvist y Borges lo ridiculizó en voz baja. Según la autora, que estaba presente, el académico no se lo perdonó jamás. Borges murió en 1986 y Lundkvist cinco años más tarde. Sobre el traductor sueco, García Márquez pensaba que era el único miembro de la Academia que sabía leer en castellano. “Es Lundkvist quien conoce la obra de nuestros escritores, quien propone sus candidaturas y quien libra por ellos la batalla secreta”. Desde su muerte, Mario Vargas Llosa es el primer escritor hispanohablante que obtiene el galardón.
Después del eclipse
Hasta que el boom estalló en los años 60, la literatura latinoamericana había vivido bajo un eclipse permanente. Antes del aquel big bang, muchos autores importantes de la generación anterior, como el uruguayo Juan Carlos Onetti, Carpentier, Borges o Rulfo, apenas se habían leído más allá de sus propios países. “Es un hecho que a partir de esa década ciertos hechos políticos, la revolución cubana; y comerciales, el boom, atrajeron la mirada europea a la cultura y literatura latinoamericanas”, apunta Eduardo Ramos-Izquierdo, catedrático de literatura hispanoamericana en la Sorbonne. Los autores del cono sur empezaron entonces a traducirse a múltiples idiomas, y emergieron sobre las aguas como un vasto continente perdido. Sin embargo, el éxito editorial, popular y de crítica no es suficiente para ganar un Nobel. Depende de sensibilidades más íntimas, de tendencias sutiles. “Además, no podemos olvidar que no siempre es el mismo jurado el que vota. Y está claro que los lobbies, por definición y práctica, también son centrales en la toma de decisiones”, argumenta el profesor mexicano.
Cada 31 de enero se cierra el plazo para la presentación de candidaturas, y a partir de febrero el proceso de criba es fulminante. De una lista inicial de trescientos nombres no suelen llegar más de cinco al mes de mayo. En verano, los académicos leen la obra completa de los candidatos en todas las traducciones posibles, y votan en septiembre. Las razones de algunos descartes polémicos son en ciertos casos de una lógica verosímil. Juan Rulfo deslumbró con Pedro Páramo, pero su obra, en general, no puede considerarse extensa. César Vallejo, en cambio, fue un poeta voluminoso, pero cuando murió sólo había publicado dos libros y sus poemarios más importantes, Poemas humanos y España aparta de mí este cáliz, fueron póstumos. Aunque la Academia Sueca encarga por su cuenta traducciones de algunos candidatos con el fin de conocer a fondo su obra, el idioma se ha convertido a menudo en una barrera. “¿Cuántos autores están traducidos al sueco o, en todo caso al inglés, francés, italiano o alemán, que son los idiomas que maneja el 90% de los que conforman el Comité Nobel”, se pregunta el poeta Renato Sandoval. “Ha tenido que pasar casi un siglo para que por fin se premiara a un autor en portugués, Saramago; o en árabe, Mahfuz”.
Neruda creía que “todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.” Los autores latinoamericanos más jóvenes (o los que han vivido lo suficiente) han recibido el Premio Cervantes, pero la Academia Sueca ya ha saltado por encima de muchas figuras sobresalientes como Rómulo Gallegos, Alfonso Reyes, José Lezama Lima, Bioy Casares, Augusto Roa o Mario Benedetti, y todavía no ha tenido en cuenta a autores como Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Sergio Pitol o Eduardo Galeano. Una cosa está clara: un siglo no es tiempo suficiente para contener la literatura universal. Como el árbitro de un partido de fútbol, quizás la Academia Sueca acierta y se equivoca de forma tan equilibrada que todos los escritores del mundo se sienten, al final de su vida, tan contentos a un lado como al otro. Al fin y al cabo, llegar a compartir la posteridad con autores que murieron sin Nobel como Franz Kafka, James Joyce, Henrik Ibsen, Paul Valéry, Graham Greene o Vladimir Nabokov no es un azar profano, sino un honor divino.
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