En los años 40 comenzó la guerra. Las aulas de las facultades de letras norteamericanas estaban divididas en dos bandos. Los fanáticos de Ernest Hemingway y los de William Faulkner. Ambos escritores representaban dos modelos radicalmente opuestos de entender la literatura. Mientras tanto, en la región sur del continente, indiferentes a la guerra de los gringos, muchos jóvenes latinoamericanos leían apasionadamente a los dos, apoderándose de ellos a veces a través de pésimas traducciones. Algunos de esos jóvenes tienen hoy apellidos que nos suenan: Onetti, Rulfo o García Márquez, por ejemplo. Aunque no representan la totalidad de la nueva narrativa latinoamericana, ellos crearon en sus novelas lugares inexistentes con los que imaginaron la América Latina de su tiempo, reinventándola sin proponérselo. Y con el permiso de Borges.
El boliviano Edmundo Paz Soldán es hijo de todo lo anterior. En 1998 publicó Río Fugitivo. Aquí aparece por primera vez la ciudad de mismo nombre, heredera legítima de los lugares que inventaron los tres maestros. Desde Santa María, pasando por Comala y Macondo hasta Río Fugitivo, hay 50 años de distancia, y tal vez demasiada literatura de por medio. América está formada por 33 países habitados por más de 500 millones de personas, en una proporción de casi 20 habitantes por kilómetro cuadrado, pero su imaginario reciente se puede comprimir en 3.500 páginas. Es los que miden Pedro Páramo, Cien años de soledad, los seis libros de la saga de Santa María y los cuatro del ciclo de Río Fugitivo. Las ciudades que aparecen allí representan los cuatro puntos cardinales del universo mítico de América Latina, desde su independencia hasta nuestros días.
Bendita casualidad
Las cuatro nacieron por casualidad. Si Edmundo Paz Soldán inventó Río Fugitivo porque no se acordaba de las calles de su Cochabamba natal, Gabriel García Márquez sólo sabía que debía escribir “una novela en la cual sucediera todo y estuviese la memoria de Aracataca”, el pueblo donde nació. Cien años de soledad (1964) iba a llamarse en un principio La casa, un libro donde la acción jamás saldría de una vivienda, pero Gabo terminó desechando la idea y la casa se transformó finalmente en Macondo, cuyo nombre proviene de una finca bananera cercana. “De adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Más tarde leí la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los macondos”, cuenta en sus memorias. “Tal vez nunca existió”.
La historia de Comala, el pueblo imaginario de Pedro Páramo (1955), es similar. Juan Rulfo creció en Pulco, una aldea mexicana que ni siquiera aparece en los mapas. La abandonó, y cuando regresó 30 años después, tuvo la visión de Comala, nombre derivado de comal, un cuenco de barro para calentar las tortillas que significa “lugar sobre las brasas”. “Me encontré con un pueblo muerto”, recuerda el escritor. “Ignoro de dónde salieron las instituciones a las que debo la novela. Fue como si alguien me la dictara”.
Por su parte, a Juan Carlos Onetti se le ocurrió La vida breve (1950), donde nació Santa María, cuando había emigrado a Buenos Aires desde Montevideo. El uruguayo explica así el origen de la ciudad: “Surgió cuando debido al gobierno peronista yo no podía ir a Montevideo. Me busqué una ciudad imparcial a la que llamé Santa María”.
La frontera entre realidad y ficción es difusa. Edmundo Paz Soldán lo advierte: “Si leemos las crónicas del descubrimiento, América Latina era un gran sueño europeo, y en las cartas de Colón hay un deseo de adecuar la realidad a su ficción. No ha cambiado, seguimos inventando América Latina, nos cuesta aceptarla tal cual”. ¿Qué hay de cierto en todo esto?. Onetti nos contesta: “Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe, personas y cosas, sucesos”.
Comala: el limbo de los hombres
Si alguien tuviera la oportunidad de contemplar Comala desde el cielo, no vería nada. Una niebla plomiza cubriría los caminos empinados de tierra y las hileras de casas desoladas de un pueblo fantasma que, en su versión real, levantó el propio abuelo de Juan Rulfo. Un rumor de conversaciones remotas surgiría también de la brisa caliente, como una sinfonía secreta y muerta. En Comala no hay nadie, pero los personajes deambulan como ánimas en pena, reviviendo eternamente los hechos terribles del pasado, recordando la historia de Pedro Páramo. Nada es autobiográfico, ni real, pero todo lo que ocurre en la novela es cierto. “Mis paisanos creen que los libros son historias reales, no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. La literatura es ficción y, por tanto, mentira”.
Macondo: Realidad vs Ficción
La sombra de Macondo es alargada. La ficción de Cien años de soledad amenaza con sepultar Aracataca. Sus calles están hoy llenas de de letreros que guían a los turistas por los restos de un pueblo imaginario que nació de la vida real, duró 100 años, y desapareció finalmente en la última página de un libro, según la profecía de la estirpe Buendía. En 2006, se convocó un referéndum para consultar a los cataqueros si querían cambiar el nombre del pueblo. Aracataca dijo no, y Macondo se quedó fuera del mapa. Ambas aldeas se construyeron en torno a las plantaciones bananeras del pasado, explotadas por la United Fruit Company. Como la pulpa de un plátano, Macondo permanece encerrada en la piel de Aracataca. Allí laten todas las historias, formando la crónica más potente del realismo sobrenatural de América Latina. “La escribí como se escriben los versos, palabra por palabra”.
Santa María: La morfina de Onetti
Santa María tiene dos madres, y se parece a ambas. Son Buenos Aires y Montevideo. El pueblo grande que inventó Onetti está en algún lugar entre las dos, muy cerca de la costa, en la vega un río sin nombre, al lado de una colonia de suizos. En Santa María siempre es invierno, y llueve con frecuencia. El escritor la construyó como se construyen las ciudades de verdad, sin corregir, escribiendo línea tras línea el universo urbano donde los personajes, novela tras novela, se asfixian en distintas historias de sueños frustrados y fracasos. Primero Santa María fue el refugio de uno de ellos, Brausen, quien la fundó con su imaginación, jugando con una ampolla de morfina; pero con el tiempo Santa María se convirtió en el refugio existencial del propio Onetti. “Santa María no existe más allá de mis libros. Si existiera, si pudiera vivir allí, inventaría una ciudad que se llamara Montevideo”
Río Fugitivo: Latinoamérica posmoderna
Disfrazadas de thrillers elaborados con perfectas cadencias de suspense, insertadas en ambientes literarios que fluctúan entre la tradición realista y el ciberpunk más puro, las historias que ocurren en Río Fugitivo representan la América Latina del siglo XXI. Un región inmersa en el delirio de la postmodernidad y la sociedad del espectáculo, aunque encallada en los fantasmas y mitos del pasado. Cambian la estética y la época, pero la esencia imaginaria del continente se mantiene. En lugar de alquimistas y caudillos, ahora hay hackers y multinacionales. “De Santa María le queda a Río Fugitivo la forma en que se inventó: una ciudad imaginada por un personaje, a la que luego se va a vivir. Los fantasmas de Comala se han ido a vivir a los ordenadores de Río Fugitivo. Y de Macondo le queda a mi ciudad el realismo virtual de las pantallas, que es otra forma de realismo mágico”.